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14.- LA TARDE MAS LARGA

Actualizado: 18 ene

Nunca he estado en un casino, y los juegos de azar jamás me han atraído. Ni siquiera compro boletos de la lotería de Navidad, porque siempre me ha parecido una forma de pagar impuestos, esos mismos que tanto criticamos, pero de manera voluntaria y todo a cambio de una ilusión tan difusa como efímera. Sin embargo, aquella situación era completamente diferente. La alusión a la ruleta por parte de Jorge me hizo reflexionar. En este caso no se trataba de azar por diversión o superstición; era una apuesta necesaria, una posible solución que implicaba asumir el riesgo de perder una cantidad de dinero nada desdeñable.


Era sábado 22 de Julio y tras la comida me planté de nuevo ante la pantalla. Explique la nueva situación en el grupo y les detallé todo lo que había hablado con el salesiano. La conversación se llenó rápidamente de preguntas, teorías, dudas logísticas e incluso consideraciones éticas. Sin embargo, algo quedó claro en la mayoría de los mensajes: había que intentarlo. La confianza en la opinión de Jorge era unánime, pues, de todos nosotros, era él quien tenía el criterio más sólido y la experiencia necesaria para afrontar un caso como este.


La opinión mayoritaria coincidía con la decisión que yo ya había tomado esa misma mañana tras hablar con el salesiano. Pero aquella larga conversación en el grupo resultó especialmente interesante para mí, ya que puso sobre la mesa muchas de las cuestiones, los pros y los contras que yo mismo me había planteado previamente. Fue como un reflejo colectivo de mi propio proceso de pensamiento, lo que reforzó mi convicción sobre el camino a seguir.


Mientras chateábamos en el grupo, recibí un nuevo mensaje en la tarjeta prepago. El texto, escrito en francés, decía lo siguiente:


"Cuando salga de aquí, llamaré a mi amigo Martin para quedarme con él y buscar un trabajo en Gabón. Estoy en una depresión total por lo que me está pasando, y aún no puedo asegurar que he esquivado la muerte, porque primero debo escaparme de las manos de esta gente. Manu, creo que la confianza fue la base de nuestra amistad. Si necesitara algo, te lo diría. Manu, tengo un problema muy, muy grave. Solo quiero salir de aquí. No duermo. Me llevarán al cajero del banco esta noche. Manu, no dejes que me lleven otra vez al bosque, sería muy peligroso para mí. Si cuando bajemos al pueblo no hay dinero en mi cuenta me llevarán otra vez al calabozo con el grupo de gente que no ha pagado y me cortarán los dedos. Hay una persona que llama una y otra vez a su familia, pero sus llamadas son rechazadas y ya le han cortado un dedo. El señor Jorge me pidió que le llamara por la tarde y lo hice. Esto es todo lo que puedo decirte, no tengo otra forma de explicártelo que diciendo la verdad: estoy viviendo un infierno aquí."


Este mensaje reforzó definitivamente la decisión de pagar por su posible libertad. Sus palabras transmitían una desesperación que calaba hondo, haciendo que la idea de no hacer nada resultara insoportable. Aunque nada garantizaba que el pago fuera a lograr su liberación, parecía ser la única opción para intentar sacarlo de aquella pesadilla.


Además, en medio de una situación tan adversa, parecía que finalmente Blanchard se había convencido de la necesidad de buscarse la vida en Gabón. Esa determinación, aunque nacida de la desesperación, me reconfortaba de algún modo y parecía una señal de que tal vez, una vez superado este obstáculo, podría encontrar un camino más estable y seguro para su futuro.


Por la longitud de los mensajes y el estilo en que estaban escritos, deduje que probablemente Blanchard tenía acceso directo a su teléfono sin ser controlado. Reconocí en las palabras una forma de expresarse que coincidía con la suya, un detalle que me generó cierta confianza en la autenticidad de lo que decía.


Sin embargo, no tenía la certeza de que fuera realmente Blanchard quien tuviera el teléfono en ese momento. Aquella duda me llevó a reflexionar sobre cómo debía redactar mi respuesta. Tenía que transmitir la intención de ayudar, pero también establecer límites claros. Pensé que lo mejor sería un mensaje que dejara constancia de lo que estaba dispuesto a hacer, sin comprometerme más allá de mis posibilidades. Finalmente, escribí un mensaje en francés:


"Sólo puedo darte 524.000 francos CFA, sabes que no tengo más. Pero necesito garantías de que te van a liberar para volver a Gabón. Sólo entonces podré darte el dinero."


Una vez enviado el mensaje, una mezcla de inquietud y determinación me invadió. Había tomado una postura firme, pero la incertidumbre seguía presente. El teléfono con la tarjeta prepago vibró, anunciando la llegada de tres mensajes consecutivos. Miré la pantalla con inquietud, intentando prepararme para lo que fuera, preguntándome qué nuevo giro podía estar dando la situación.


- Manu, soy Blanchard, ahora tengo yo el teléfono. El jefe me ha dicho que para liberarme tengo que pagar 1,000.000 FCFA. Les he explicado mis situación, les he dicho que no puedo conseguir ese dinero.

- Hay un soldado con el que me llevo bien y me ha dicho que si consigo 500.000 FCFA me soltarán. Estoy traumatizado Manu.

- Espera, te tengo que dejar, vienen los soldados y me quitarán el teléfono.


Tras leer sus mensajes escribí decidido:


- Voy a poner 800 euros en tu cuenta. Pero, por favor, borra toda esta conversación. No deben saber quién soy ni lo que estamos escribiendo.

- Si borraré todo antes de darles el móvil -escribió rápidamente.


Quedaba esperar. Las cartas estaban sobre la mesa, y lo único que podía hacer era aguardar a que la partida se desarrollara. El silencio se apoderó de nuestro chat, un mutismo que era el preludio de momentos de incertidumbre. Sabía que cualquier cosa podía suceder: que lo liberaran, que volvieran a pedirme más dinero o, peor aún, que no volviera a saber nada de él nunca más. Esa tarde, la espera fue agobiante y se hizo muy larga, pero me aferré a la idea de que, en este punto, había hecho todo lo que estaba en mis manos.



Les dije a los soldados que tenía el dinero. Decidieron llevarme a la ciudad hasta un cajero. Esperamos a que anocheciera y salimos en un grupo con más de 20 motos, por una pista en pleno bosque, hasta llegar al punto donde el camino permitía circular a los coches. Allí apareció un amigo de ellos con una pick-up. Montamos el motorista, siete soldados y yo. Tras unos minutos llegamos al pueblo y el vehículo paró delante de un cajero. Me dijeron que saliera a sacar el dinero. Probablemente no querían que les viesen en el pueblo porque ninguno de ellos salió de la furgoneta o quizá querían evitar las cámaras de seguridad que había en los cajeros. No lo sé. Eso sí, me advirtieron que si hacía algo extraño, me dispararían y escaparían en coche.

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Decidí que, si quería seguir vivo, lo mejor era darles el dinero comportándome con tranquilidad y fue lo que les dije. Bajé del vehículo, pero dejaron la puerta abierta, como si me estuvieran advirtiendo de que, si intentaba algo, me dispararían.


Me acerqué al cajero y comencé a seguir las indicaciones que aparecían en la pantalla. Cuando terminé la operación, solo salieron 300,000 FCFA, y un mensaje decía que era la cantidad máxima que podía sacar al día. Me acerque hacia el coche, les di el dinero y les expliqué que era todo lo que podía retirar con mi tarjeta y que era el límite diario en ese tipo de cajero. Uno de ellos confirmó que era cierto, que la máquina no permitía sacar más, y les dijo a los demás, nervioso, que debían salir rápido de allí. Pero el que tenía el arma insistió en que debía volver con ellos al vehículo y me ordenó que entrara. Pero yo me negué, incluso cuando apuntó el arma hacia mí.


Al ver que varias personas se acercaban hacia donde estábamos, pensé que debía comportarme con naturalidad y crucé la carretera porque imaginaba que los soldados no querían ser vistos y no harían movimientos extraños. Cerraron la puerta del coche y avanzaron unos metros con el coche. Un poco más adelante pararon el vehículo y obligaron a salir al motorista. Bajaron rápidamente su moto que estaba en la parte de atrás de la furgoneta y se marcharon rápidamente de allí. No me acerqué al motorista, no quería hablar con él. Durante esos días comencé a sospechar que, de alguna manera, tuvo alguna participación en mi secuestro. No tengo pruebas, pero es lo que pienso, sobre todo porque eligió un camino que sabía que era muy peligroso para mi.


Sin perder tiempo, caminé hasta la estación de autobuses para intentar tomar un autobús hacia el sur, pero me dijeron que no viajaban de noche. No me quedó otra opción que quedarme allí y pasar la noche hasta la mañana siguiente. Pensé que debía llamar a Manu para informarle de la situación.




Eran las 22:15 cuando mi teléfono sonó. Habían pasado unas pocas horas desde que había desbloqueado el número de mi amigo, con la esperanza de recibir noticias de él. Miré la pantalla y reconocí el número de Blanchard. Un escalofrío recorrió mi cuerpo; no sabía qué hacer. ¿Y si era él para contarme que finalmente había sido liberado? Esa posibilidad me llenó de esperanza, pero enseguida me invadió otra idea: ¿y si eran sus captores, exigiendo más dinero?


No tenía mucho tiempo para pensar. El teléfono seguía sonando. La incertidumbre se apoderó de mí, pero decidí que lo mejor era enfrentarme a lo que viniera. Respiré hondo, descolgué el teléfono, y finalmente atendí la llamada.


Me alegré profundamente de volver a escuchar su voz y, sobre todo, de recibir la noticia que habíamos estado esperando durante todos esos días. Su tono reflejaba una alegría contenida, teñida aún de incertidumbre, pues no había logrado salir del todo de la zona en la que había vivido aquella pesadilla. Por mi parte, me debatía entre el alivio de saber que estaba bien y la rabia acumulada por los momentos de angustia que nos había hecho pasar con su decisión unilateral de embarcarse en un viaje tan peligroso. Aunque no pude evitar dejar entrever mi enfado, decidí que no era el momento adecuado para reproches. Ya habría tiempo para hablar con calma sobre todo lo ocurrido.


(Julio 2023)




 
 
 

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